Viajó a Rosas con sus amigos. Esperaron impacientes la hora de entrar. Les condujeron a su mesa. Les presentaron la carta de tapas que iban a servir y comenzó el espectáculo. Los camareros se movían rápido, como bailando entre las mesas y sirvieron las primeras tapas en unos platos imposibles. Máxima concentración. Todos cogieron la primera porción y se la llevaron a la boca. Exclamaciones y murmullos de sorpresa se extendieron por el restaurante. Todo el mundo comentó que estaba excelente. Pero a él le supo prácticamente a agua.
"¿Pero qué demonios...?" -se preguntó. Entonces razonó que quizá esa era la gracia del plato; "aquí experimentan con los sabores, así que es posible que el primero sea una especie de broma para pillar a la gente desprevenida", concluyó. Pero entonces, ¿qué pasaba con los demás? ¿Por qué comentaban extasiados ese momento? ¿Quizá temían quedar como tontos ante los otros? Entre esas cavilaciones llegó la segunda tapa, emplatada en una cuchara ovalada. La observó detenidamente, tomándola con la mano derecha. La acercó a sus labios y sorbió lentamente, dejando que inundase su lengua y su paladar. Nada. Agua, igual que la anterior, e igual que la siguiente, y la siguiente, y la siguiente...
Empezó a sentirte mal, viendo como todos los demás disfrutaban mientras él no conseguía saborear ni la más mínima porción de comida. Sus compañeros estaban ajenos a su sufrimiento, comentando entre ellos los matices que iban descubriendo a cada paso. Él cada vez estaba más angustiado. ¿Qué podía hacer? Quizá disimular, como si estuviese disfrutando al igual que ellos... Pero en su pecho crecía una angustia que pronto sería incapaz de contener. De repente se levantó y se apresuró hacia la salida. Sus amigos le miraron marcharse, pero se quedaron callados por la sorpresa y no se movieron.
Trastabilló hasta la esquina, bajó las escaleras y a unos pasos, se apoyó como pudo en un árbol. Le costaba respirar. Las piernas le flaquearon y cayó de rodillas junto al árbol. Entonces rompió a llorar sin control. Los sollozos le ahogaban y creyó que nunca podría llorar todo lo que su cuerpo le pedía.
Por suerte no apareció nadie por allí. El llanto le fue desahogando poco a poco. Entonces estuvo en situación de pensar de nuevo. Razonó que nadie podría comprender lo que le pasaba, que tendría que ocultarlo para no ser visto como un bicho raro. Con bastante esfuerzo se fue recomponiendo, secó sus lágrimas, se sacudió y se colocó la ropa, suspiró y se dirigió de nuevo hacia el restaurante.
Buscó de nuevo su mesa. Sus compañeros le observaron y alguien preguntó:
-Pero hombre, ¿dónde estabas? Te has saltado un montón de tapas...
-Ya, tuve que salir un momento.
-Desde luego, mira que eres raro.
-¡Un brindis por los raros del mundo! -propuso alguien.
-¡Eso, que también tienen derecho!
Brindaron y rieron. Por suerte, siempre había quien desdramatizaba las situaciones. Imaginaba que así es como tendría que tomárselo a partir de ese momento.
De vuelta en su hogar, concertó una cita con su médico y unos días después, pasó por la consulta.
-¿Cuál es el problema? -preguntó el médico.
-Pues verá... No saboreo nada. Los alimentos han dejado de tener sabor para mí.
-Ya... Pero ¿sigue teniendo apetito?
-Sí, eso no lo he perdido. Sigo teniendo ganas de comer, tengo la sensación de hambre y la de que me apetece esto o aquello... Pero no me sabe a nada.
-Vaya... Pues no se conoce ningún transtorno físico que produzca los efectos que me comenta. Tiene toda la pinta de ser psicológico.
-¿Psicológico?